Pisé y pisé
charcos que se formaban
en los boquetes del adoquinado.
Reverberaban una apocada
y desfigurada imagen
de mi rostro.
Me hago hueco,
vagando,
entre las ignominiosas miradas
de una sociedad
que halla su mayor consuelo
en la hipocresía.
El vagón, desocupado, desdichado.
Sedente en el álgido suelo.
Traficando con anhelos
y desconsuelos.
Una melodía compungida
acompasa mi trayecto.
Tanteando sensaciones.
Intangibles texturas.
Los sentidos se me evaden.
Cargo un paladar deshumedecido
y unos pies extenuados,
torpes.
Al fondo del bolsillo izquierdo,
el resonar de las llaves
mantiene insomnes
unos ojos desalentados.
Gritando te quieros
ante un impasible vacío.
Entreabro los ojos,
envalentonados y decididos,
a sabiendas de su devenir.
Ni un paso atrás.
El agua gélida del grifo
rompe contra el lavabo.
Aviva mis sentidos.
Me rememora que he de emprender.
Me enfundo mis mejores pantalones
para intentar ensalzar esta autoestima
que deambula rozando el andén.
Comienzo el día.
Desconcertado,
demandándome una respuesta
acerca de cómo,
sin apercibirme,
las horas se habían sucedido
tan diligentes.
Como montando
un caballo árabe
se apresuraron a mi despertar.
Comienzo el día.
Amanezco tembloroso
por el frío
por el miedo
de mirar por la venta del décimo piso
y contemplar la rutina que no cesa.
Una taza de leche
medio vacía
y una cucharilla desazonada
por su incesante tintineo.
Comienzo el día.